viernes, 26 de febrero de 2010

en la estela de un sueño

La soledad colectiva posee una fuerza centrípeta, hace que los individuos tiendan a aproximarse hacia el grupo que forman. El gélido perfume de diciembre, transformado en látigo de hielo, les azotaba también y les obligaba a buscar el calor entre ellos. La contracción material parecía darles fuerzas, les hacía más decididos, más compactos, rellenado las fisuras individuales de la tribulación o la duda, para encarar la magna empresa.

Debió ser en 1.910 ó 1.911, en una estación de ferrocarril, Baños de Montemayor, arrimada al sur de las estribaciones de la Sierra de Béjar, en un lugar remoto al norte de Extremadura. Esperaban al tren que les conduciría a Cádiz donde estaba el punto de partida de la aventura transcontinental, desafío que si bien entonces resultaba formidable, a día de hoy ha perdido su epopeya, por que los actuales sistemas de comunicación han acercado tanto a las gentes que el planeta parece haber mermado en espacio. La realidad nunca es categórica sino que depende de cómo la asuma el observador. Si se hace el esfuerzo de ponernos en aquel lugar y en aquellos momento encontraríamos un universo (cada persona lo es) en el que giran elementos de obligada presencia y extensibles a quienes comparten retos extremos. Juventud, búsqueda de oportunidades allá donde se presenten, ambición y esperanza, valor y determinación.

El grupo no pertenecía al pueblecito que daba nombre al centro ferroviario. No. Habían descendido a lomos de bestias de arreo y carga, con familiares y amigos de otra pequeña localidad, agazapada entre recovecos ya puramente serranos. La Garganta, pueblo de clima invernal crítico, una temida bestia con incisiva dentadura de hielo, que alternaba con deliciosos y amenos veranos al margen o a salvo de los sofocantes ardores estivales de la Extremadura Baja. Alejado de las principales vías de comunicación, en donde vivir suponía un extremo desafío a un entorno duro y áspero. Que vivía de la explotación ganadera, esencialmente de cabras. Parajes en las que el ramoneo de los tiernos brotes de zarzamora, vainas de retamas bravías, las duras hojas del roble y las mas suaves del castaño y del cerezo, o el pasto verde de primavera y otoño, o sazonado en rubios almiares hasta llegar a las castañas residuales de la venta, fruto de abundantes montaneras, constituían un alimentación idónea. Estos zarcillos de color acafeinado que colgaban de los castaños asomándose entre los verdes erizos, refractarios a la imprudente caricia, adornaban mas tarde el suelo como un maná provisorio. Procurando alguna renta pecuniaria con su venta, nutritivo pienso para los ganados y un remanente alimenticio para los lugareños que las extendían en los zarzos sobre las humeantes cocinas, donde ganaban con el tiempo en azucares que las hacían agradables y apetitosas al paladar. Tierras que deparaban una austera renta de patatas, garbanzos, una corta gama de hortalizas y verduras ganadas a unos campos que no podían dar mucho mas de una única cosecha anual por la opresión temporal de fríos intensos que mermaban su fertilidad. Otra corte más perecedera de frutas como manzanas, peras, melocotones, ciruelas o cerezas había que añadir al regalo de su austera campiña. Y unas cepas de viñas muy cuidadas, no tanto para la degustación directa de los racimos cuanto para la obtención de su zumo pisado en lagares y fermentado, elixir precioso que llenaba de vapores las cabezas y posibilitaba una alineación temporal de los rigores de una realidad áspera y estricta.
“Hacer las Américas” era una frase hecha que estimulaba los espíritus más inquietos que nunca faltan. El adagio tenía sus orígenes filológicos en el lenguaje generado a partir del siglo XVI, cuando la novedad de un Mundo inédito y prometedor picaba las conciencias mas arrogantes de zonas de España, hundidas en la miseria, de horizontes constreñidos por impuestos y gabelas de todo orden que agobiaban no ya los proyectos de futuro sino el propio presente. Las oníricas viñetas ilustraban el relato de ganancias fabulosas convertían en asumible la pesadilla de la travesía de todo un inmenso océano en una época de navíos frágiles y vulnerables a la temible cólera del mar. Y una vez allí, no faltaban escollos de enfermedades y violencias en océanos de lujuriosa vegetación selvática infestados de toda suerte de peligros, que acosaban a la aventura con la muerte anónima, destino de muchos.
“Hacer las Américas” no era adagio recogido en ningún diccionario, sin definición oficial, pero estaba grabado a machamartillo en la conciencia colectiva. En ocasiones la mente humana se obstina en alear los metales fantasía con los del sueño y el deseo y en esa fragua onírica se forjan las corazas de una determinación que pinta en lo desconocido lienzos acabados y rematados por los colores de lo que se carece en la realidad mas inmediata. Este puede ser el origen y no otro del mito de El Dorado, un reino fabuloso en perpetua hemorragia de oro, tan presente que incluso servía para adornar el cuerpo de sus mandatarios. El hecho de que nunca se encontrara solo sirvió para incentivar la seducción de todo tipo de aventureros y desesperados, generalmente agobiados por la más prosaica de las pobrezas, que no dudaron en buscar aquello que nunca fue hallado. La voluntad humana se activa con una simple ilusión, que puede degenerar en lo peor y en lo mejor del ser humano, dibujando en el horizonte los trazos de la quimera que conforma la escritura del deseo y la avaricia. Tales fueron los verdaderos alcaloides de la conquista americana. La codicia humana es un horno insaciable en el que no se duda en arrojar los mas altos valores humanos para recibir los calores de la riqueza, incinerando todo posible escrúpulo que impidiese, a efectos morales, su prioritaria llamarada del enriquecimiento a toda costa. De manera que aquellos discursos de civilización, como pendón de la conquista, siempre estuvieron supeditados a otras motivaciones mucho menos altruistas, mas primariamente humanas. América se convirtió en tierra crítica, fronteriza, liberada de todos los reglajes y legislaciones que encauzaban la convivencia en el Viejo Mundo. Es esta la verdadera realidad producto de la condición humana cuando no se ve sometida al corsé de ese armatoste ingente y monstruoso llamado sociedad, que cuestiona severamente la evolución humana específica, no ligada a contextos espaciales. America se veía en primer término como una oportunidad de enriquecimiento imperial del estado que financiaba su exploración, pero también personal, todo el resto de cuestionamientos (mortales, éticos, humanos a la postre) se vieron desplazados por la avidez por el oro.
Había en todas aquellas regiones, depauperadas en la España de principios del siglo XX, otros restos a añadir al lenguaje surgido de la aventura colombina que nos llevó a creernos, como Imperio, llamados a desempeñar la falsa filantropía de la conquista civilizadora. Y uno de ellos era el término “perulero”. Concepto que a buen seguro debió oír Pablo Neila Neila, que ilustraba aquella admirada casta de gentes que arrostraron la aventura transatlántica y pudieron regresar con caudales que cambiaban sus vidas. Los Peruleros definían a los conquistadores del Perú que volvieron a Castilla enriquecidos para siempre. Recibidos en sus lugares de origen a su retorno entre bombos y platillos, como héroes épicos. En la otra cara de esa moneda se hacían presentes las ausencias de los que nunca volvieron, de los que jamás se tuvo noticias, que eran indudable mayoría. Fueron aquellos que triunfaron en el empeño los que calaron muy hondo en la imaginería popular despertando ambiciones latentes entre las gentes. Estos eran los sueños de los que acompañaban a Pablo Neila Neila, mi abuelo, en una gélida noche del mes de diciembre a la espera del tren rumbo a Cádiz, para dar el primer paso de un gigantesco recorrido que les llevaría de la Extremadura pobre y mesetaria a los dorados ensueños americanos. Aunque Pablo Neila no alentara en su proyecto objetivos tan decisivos y ambiciosos. Su diseño de futuro era mucho mas limitado. Poder evadirse del servicio en un ejército que tragaba hombres y recursos en el crepúsculo de su epopeya colonial. Una guerra austera y cruel, no declarada, que son las que dejan anémicas a los países por un continuado goteo de efectivos, humanos, medios y dinero de forma soterrada pero incesante. Un ejercito nunca bien abastecido por corruptelas internas, desvíos de fondos, etc.… En un medio hostil por la guerrilla rebelde a la colonización, por un extremado clima, propios de zonas semidesérticas, y sin la atención sanitaria conveniente. Y si que había una forma de quedar exento de él. Pagando una cantidad al gobierno. Tal era el nervio central del viaje equinoccial de Pablo Neila, ceñido a propósitos de horizontes más limitados,
26-febrero-2010

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me 'troncho' de la risa. Un beso

Anónimo dijo...

el anónimo anterior es Marimalofcourse

Anónimo dijo...

hermano eres fastico eso es escribirlo demas son tonterias me tienen que hacer una poesia para mi santo te ret ovale