sábado, 21 de agosto de 2010

El reeencuentro


En ocasiones, cuando queremos reflejar el pasado en los espejos del presente nos damos cuenta que el tiempo produce una distorsión en las imágenes que creíamos mantener con absoluta fidelidad. Pero otras veces, por muy poco que se recuerde el cambio es tan notable que no puede pasar inadvertido. Y el impacto que me produjo ver la actual degeneración del Castañar alcanzó proporciones cosmológicas casi. Ante tanta desolación vegetal no puedo evitar remontarme a las amenidades ofrecidas por un pasado no tan lejano en el tiempo Con los ojos cerrados, la mirada del recuerdo se solaza en antiguos panoramas que no parecen querer volver. Evoco las bandadas de perdices, tejiendo casi a ras de tierra los cortos hilos de sus imprevisibles vuelos. En la galería de la memoria me reencuentro con los frondosos castaños y de las esmeraldas erizadas que colgaban de ellos, suaves peluches que engañan a la confiada caricia de una mano imprudente con sus afilados puñales, y en cuyo interior, como entre las valvas de las ostras marinas esconden la joya del fruto de color acafeínado que parece pronto a desaparecer corrupto por la infección de la tinta. Han muerto las sombras frescas acribilladas por las saetas de un viento reparador de calores sofocantes. Se acabaron los parasoles formados por las miles de escamas verdes que lucían aquellos árboles con vanidad vegetal. Ahora sobrecoge la imagen agresiva de la desolación más absoluta. No puedo evitar traer a la memoria las lacerantes imágenes de los campos de la muerte de Treblinka, Auschwitz o Mathausen., todo son ramas raquíticas en árboles esqueléticos vestidos en otros tiempos de promisión con unas elegantes hojas de ropaje verde. Extrema ausencia de savia y ramaje desértico. La austera y agonizante presencia de sus huesos de madera da una inevitable sensación de un presente que carece de futuro, un presente detenido con los hierros de la epidemia. Un tiempo que querría ir hacia atrás en un imposible regreso. Mientras la madre Naturaleza se obstina en pregonar la pedagogía de que únicamente lo que estuvo vivo puede morir.
La contundencia de un rumor carente de sonido revela la incomprensible ausencia de una fauna que aparece exhausta de animales. No se ven los cantos de las aves, no se oye la presencia de las eléctricas lagartijas ni de los formidables lagartos.
El automóvil se desliza sobre la intrusa carretera flanqueada por una vegetación abrumadora, aquella que surge del abandono y la falta de labranza. En entorno se ha convertido en multitud insaciable que amenaza tragarse el arroyo de asfalto que serpentea entre él. Estamos ante el lujuriante y desordenado crecimiento de las huestes de la campiña, especialmente de su tropa mercenaria, la vegetación parasitaria y ubérrima que no respeta nada. Las telarañas de las zarzas silvestres reponen y extienden sus brotes mientras que sus brazos con púas se aferran a paredes y árboles ejerciendo el poder absoluto y omnipresente en todos los ámbitos, reparando con sus insípidos frutos la ocupación de su invasión intrusa.
Pasamos sobre dos arroyos, el primero de ellos esta anémico de caudal en verano, pero en sus márgenes descansan piedras, lodo y troncos venidos de no se sabe donde, cuando el torrente se vuelve hemorrágico, envalentonado por alguna tormenta que descargara furiosos aguaceros y arrasa todo su paso, llevándose los restos de su devastación consigo. El arroyo ya no recibe los cuidados del campesino, que servía para contener la osadía irreverente de su propio desarrollo, y semejante incuria ha convertido el arroyo en selva inextricable que recuerda a los manglares del Amazonas.
El segundo riachuelo es más ingente en cauce y tamaño. Millones de lágrimas puras parecen concentrarse en aquellas aguas puras y cristalinas que permiten ver el fondo con absoluta transparencia. Se alimenta del zumo exprimido de las nieves caídas mas arriba, que invita a ensimismarse mirando sus aguas virginales. Nos deleitamos con la sutil música de fondo salida de los infinitos choques del agua contra los guijarros. La tenue sinfonía que nace de esos choques agasaja al que lo contempla, y le sumen en reflexiones imprecisas en el contexto del tranquilo avance de las aguas.
A los que venimos de la ciudad, el hermoso silencio de la floresta se nos vuelve agresivo, acostumbrados como estamos al abigarrado mosaico de ruidos propio de las capitales, nos resulta irreal la presencia de la quietud.
Regresamos ya, y la naturaleza nos despide con la misma paz con la que nos recibió. Me resulta imposible enajenarme de la sensación de nuestra pequeñez frente a la majestuosa quietud de aquel reino, quizás solo seamos vasallos de él.

La Garganta 12_agosto_2010

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pedro. Me pareció excelente tu relato sobre el pueblo
Me gusto mucho el grado de conocimiento
Q tienes de él y me llama la atención lo q mencionaste los castaños
Q están desapareciendo. Sabes?, que creo que la naturaleza es maravillosa y ella será la encargada de que no nos sigamos hundiendo en el fango, aunque creo que ese grado de desolación del pueblo es un síntoma da llamada globalización, sabias? Que la UE determinó q Portugal debía arrancar olivos antiquísimos y usar los suelos con m maíz transgénico.
Sí somos vasallos de ese reino y debemos REPETARLOS COMO TAL



ERIKA

Anónimo dijo...

Desolador paisaje que entra por los sentidos.
carmen